¿Son buenas las políticas identitarias?
¿Qué políticas identitarias son necesarias para el sano orden y desarrollo de una sociedad?
Las políticas identitarias han estado -y siguen estando- en la cresta de la ola de la discusión pública. Pese a que la corriente woke está sufriendo durísimos golpes y parece estar en declive continúa generando intensa polarización. El problema para mí es que algunos han metido en un mismo saco dos formas de políticas identitarias que deben estar separadas por ser, en su esencia, diametralmente opuestas: el identitarismo posmoderno, por un lado y, por el otro, el realista.
Locura posmoderna
En lo que se refiere a la política identitaria posmoderna, ésta cree que la identidad crea la realidad, lo cual es una inversión asombrosa del sentido común. Es la clase de política identitaria que vemos, por ejemplo, en lo que se ha llamado ideología de género, la cual sostiene que basta que una persona diga identificarse como hombre o mujer para que, de hecho, adquiera dicha condición o que, al menos, los demás tengan que comportarse como si la hubiera obtenido. Tal es así que, en nuestra propia legislación, se reconoce que, para el cambio registral del sexo, basta la propia declaración del interesado y nada más. Así, en esta política identitaria no importa la realidad objetiva sino la voluntad de quien identifica: se busca construir la realidad, no adaptarse a ella.
Sería interesante señalar aquí la razón por la que creo que esta clase de política identitaria genera un amplio rechazo: al ser algo tan alejado del sentido común se percibe como algo cómico y, sin embargo, se quiere imponer desde arriba con la seriedad de un dogma. Recordemos que una de las formas de humor que Bergson identificó es la inversión: «se obtendrá una escena cómica si se hace que la situación se dé vuelta y que los papeles se inviertan». Lo que la mayoría de las personas perciben como una situación cómica (que la identidad defina la realidad, que es la inversión del sentido común) se quiere, sin embargo, imponer como ley moral y legal. Y esto, sin duda, genera un fuerte rechazo. Creo que la mayoría de las personas comprenden que esta inversión de los términos no es lógica ni puede ser sana pero, al mismo tiempo, se tiene demasiado miedo a decirlo abiertamente porque nadie quiere pagar una multa o ser cancelado por señalar que el rey está desnudo.
Tiene más profundidad la reflexión cuando recordamos que Bergson entendía la risa como una forma no violenta, en cierto sentido inocente, de dificultar que la gente se desviara demasiado de la norma social, de «evitar encerrarse en su carácter como en una torre de marfil». Decía que la risa «por el temor que inspira, reprime las excentricidades» y hoy, sin embargo, los que deberían reír ya no pueden por la amenaza de la coerción. Lo risible se libera de la mofa por la fuerza y la amenaza legal, y la sociedad ha de reprimir su espontánea risa y asentir con temor a lo que ve, sabe y reconoce absurdo. Así, el sentido común ha de replegarse al interior de las conciencias o, al menos, al ámbito privado.
En todo esto hay una represión antinatural pues, guste o no, parezca cruel o no, forma parte de la naturaleza humana reírse de lo excéntrico. Ahora, sin embargo, los términos se han invertido: no es la sociedad normal la que define, de forma espontánea y natural, qué es excéntrico sino que lo excéntrico define qué es lo normal. Pero esta tensión no puede durar eternamente, y antes o después se quebrará por una sencilla razón: no se puede reprimir la normalidad eternamente. Y una sociedad no puede vivir largo tiempo en el opresivo ambiente de la amenaza y la represión. Hay un límite en la cantidad de mentira que una sociedad puede decirse a sí misma sin morir de vergüenza ajena. De hecho, es notorio que, pese a la presión legislativa, cada vez más gente reconoce abiertamente la locura de esta forma de identitarismo.
Por otro lado, es importante hacer notar que la imposición de la mentira es típica de los regímenes totalitarios. Y también es propio de los regímenes totalitarios que sus ciudadanos, por miedo o por haber sido abducidos, participen de ella. Cuando el pueblo participa y colabora con la mentira del poder, el totalitarismo ha conseguido su objetivo. Por eso Solzhenitsyn alentaba al pueblo ruso durante la URSS a no mentir, a no participar de la mentira. Si no podían decir la verdad, al menos, que no mintieran.
Tal es así que, llega un momento donde el poder no tiene que interferir grandemente, los propios ciudadanos, azuzados por el miedo o un acre placer de sentimiento de poder o importancia, denuncian a sus compatriotas cuando se salen del discurso público. Hoy vivimos esto con las tácticas de cancelación. La vida social se convierte así en una caza de brujas permanente en la que cada uno ha de pensar con sumo cuidado qué dice y ante quién lo dice. La política de identidad posmoderna se ha convertido así en una cárcel para todos los ciudadanos.
Y, sin embargo, hasta con esta temática, se descubre la permanente hipocresía de la izquierda. Pues solo gozan de la “protección” de lo políticamente correcto aquellos que usan este tipo de identitarismo y son de izquierdas. Si alguien es de derechas o no se conforma a las ideas aceptadas en ese momento por la izquierda, será igualmente cancelado, sea trans, no-binario o cualquier otra forma de “no-normatividad”. El caso más paradigmático lo tenemos en la estrambótica historia de Karla Sofía Gascón, que, en cuestión de días pasó de ser el nuevo juguete de moda de la izquierda a su más absoluta defenestración y cancelación. A la izquierda no le importa nada salvo que estés dentro de su ámbito de poder.
Así, todas estas políticas identitarias posmodernas, que invierten la realidad, están fundadas en una desconexión radical con la misma, es decir, en la utopía, en el exceso de idealismo. Estas políticas, obviamente, son negativas para la sociedad porque no lidian con la realidad, y no se pueden hacer políticas útiles y buenas para la nación ni para los individuos a espaldas de la misma. La identidad debe fundamentarse en la realidad, en el ser de las cosas. Y aquí es donde enlazamos con la segunda forma de la identidad.
Identidad y verdad
Lo que podríamos llamar identitarismo realista es conforme al sentido común: la identidad brota de la realidad, de las cualidades del sujeto, del ser. Por ejemplo, un hombre que se identifica como hombre, un padre que se identifica como tal, un español que se identifica con su españolidad. Esta identidad tiene su fundamento en la realidad, y de ella saca su definición. En cierto sentido, es simplemente señalar qué son las cosas y reconocerlas por ellas mismas.
Es importante para una sociedad reforzar la identidad que, basándose en la realidad, es conveniente para su propia conservación: el patriotismo, por ejemplo o, también, la propia identidad religiosa o la familia. No significa que todo el mundo tenga que ser patriota, religioso o padre, pero sí que la sociedad dé valor a esas identidades porque son, innegablemente, buenas para su conservación, estabilidad y salud. Por tanto, la política debería proteger y ayudar a conservar las identidades que son conforme a la realidad y, especialmente, las que forman parte de su identidad histórica así como aquéllas que, por diversas razones, puedan estar más erosionadas, como, en nuestro caso, la identidad nacional.
El realismo respecto a la identidad tiene un rasgo indudablemente positivo, nos conduce a amar aquello que somos. Del amor brota, naturalmente, un interés o una preocupación por el bien de aquello que amamos y, al amarnos y preocuparnos por nuestro propio bien, es probable que la sociedad crezca más sanamente. Como decía Chesterton: «los hombres comienzan por honrar un sitio, y después van ganando gloria para él. No amaron a Roma por grande, no. Roma se engrandeció porque supieron amarla».
Las desviaciones del recto orden
Por otro lado, no se puede negar que en esta clase de identidad hay siempre una doble tentación: el absolutismo y la competición. El absolutismo es cuando una identidad pretende ser la única y tapa o esconde a las demás. Sucede con el nacionalismo, donde la identidad nacional se presenta como la única identidad relevante para una persona: pero las personas no son sólo su nación o patria, sino que son muchas cosas más y la identidad ha de respetar esa complejidad estructurada del ser de los individuos. Una persona puede ser católica (o atea), hijo, sobrino, tío, padre, murciano o asturiano, español, metalero o hipster, informática o abogado, etc. Es tan grande el abanico de identidades que una persona puede ser que reducirla a una sola es mutilarle la personalidad.
Acompañada a esta tentación está la de la competición: cuando se coge otra identidad análoga y se compite con ella. Un caso paradigmático se da en el feminismo hegemónico actual, donde la identidad femenina se quiere poner por encima de la masculina. Este feminismo trata de identificar lo femenino con un absoluto ético y lo masculino, a su vez, con el mal absoluto. De esto derivan ideas como la permanente opresión de las mujeres por los hombres o el habitual discurso de “hermana, yo sí te creo”, que parece obviar la notoria realidad de que las mujeres también pueden mentir y que rompe el principio jurídico fundamental de la presunción de inocencia.
A mi entender, toda identidad debe convivir sanamente con el resto, tanto las que se encuentran en un orden vertical (por ejemplo, que convivan armónicamente la identidad de la ciudad, la región, la nación, el mundo, etc.) así como otras que conviven horizontalmente (por ejemplo, hombre-mujer o, en el caso de las naciones, España con el resto de identidades nacionales). De hecho, en la mayoría de los casos, las distintas identidades pueden estar, en vez de en una situación de conflicto u oposición, en una de complementariedad, donde cada uno cubre un aspecto de la realidad que necesita y se refuerza con la contraria. La nación se construye con sus cuerpos más pequeños y se integra en una escena internacional; el hombre y la mujer se necesitan y complementan mutuamente; el empresario y el trabajador se necesitan mutuamente en la misión compartida de la empresa en la que trabajan, etc.
Los desafíos a nuestra identidad
Hoy día, la aplicación de rectas políticas identitarias es necesaria por dos factores. El primero es la globalización que tiende a erosionar las identidades nacionales y culturas bajo la presión de un mercado abstracto y universal: en todos lados hay McDonalds, Coca Cola, etc. Frente a esta erosión, un recordatorio o reforzamiento de la propia identidad espiritual, moral o nacional sirve para no disolverse como sociedad e individuo en las fuerzas anónimas del mercado. El individuo no es un mero agente abstracto sino un ser concreto, con una historia, identidad y constitución concreta. Su identidad es más profunda que la que el mercado le garantiza -sin ser necesariamente negativa la que obtenga en el mismo-, su profundidad ha de ser recordada, alimentada y salvaguardada. España no puede disolverse para ser simplemente un buen agente de mercado -que está bien que lo sea, pero es más que eso-.
Y, por otro lado, por la innegable inundación inmigratoria desde países de tradición islámica. Hoy, más que nunca, se vuelve necesario que las naciones occidentales recuperen su historia, su tradición y sus armas espirituales, recuperar el ser, su identidad, para no sucumbir o ser desplazadas por identidades foráneas. En estas cuestiones no hay normas lógicas o racionales sino voluntad de vivir, de no desaparecer. La lógica de la solidaridad universal, que se preocupa primero por el foráneo y en último lugar por su prójimo es una forma de suicidio, de voluntad de muerte nacional. El recto amor, la recta voluntad de vida empieza por los más cercanos, por la salud de nuestras propias raíces. La vida es un irracional histórico, no se le pueden pedir razones lógicas a la voluntad de vida, simple y llanamente se la ha de alimentar. Marcar claramente los límites de nuestra vida para que no sea invadida por otras fuerzas que puedan desplazar nuestras propias raíces e identidad.
El escenario internacional no es una alianza de civilizaciones sino, antes bien, un conflicto donde cada una intenta superar y vencer a las demás. Este conflicto de poder, aunque su agente principal sean los Estado-nación no son independientes de los grandes grupos civilizatorios en los que se incluyen. Si nosotros no defendemos nuestra propia civilización nadie lo hará por nosotros, y otras ocuparán el espacio que haya sido abandonado. Así pues, es necesario clavar una pica en Flandes y luchar con denuedo para que nuestro ser, tanto personal como histórico, no se convierta en una mera memoria, en una página de los libros de historia. Nuestra vida depende de nosotros, y de nadie más.
En última instancia, desde un punto de vista más amplio y general, hace falta un retorno a las filosofías realistas, a los pensadores tradicionales que estaban en contacto con la realidad. El utopismo, los idealismos desgajados del sentido común, son los que nos han acercado a esta situación crítica. La salida está en el retorno a las raíces, en cierto sentido el retorno al hogar. En esta problemática de la identidad como con cualquier otra, la única salida razonable y sana está en la realidad, en la verdad; los utopismos serán siempre la forma más rápida de llevar nuestra civilización hacia el borde del abismo.